III ENCUENTRO NOVELA ROMÁNTICA EN TARIFA: autoras españolas
En vista de la buena acogida que han tenido las dos ediciones anteriores, en el 2.014 nos atrevemos a organizar este pequeño encuentro con la lectura romántica de nuevo, aunque esta vez de la mano de autoras españolas. ¿Te lo vas a perder?
¿Te lo vas a perder?
jueves, 23 de mayo de 2013
MIS HISTORIAS Y MAS... por Elizabeth: EN JUNIO... SEMPRE LIBERA la nueva novela de Lucin...
MIS HISTORIAS Y MAS... por Elizabeth: EN JUNIO... SEMPRE LIBERA la nueva novela de Lucin...: El próximo 28 de Junio tendremos disponible la nueva novela de Lucinda Gray. Una historia de odios y amores que nadie debe perde...
domingo, 12 de mayo de 2013
miércoles, 8 de mayo de 2013
RELATO GANADOR DEL CONCURSO DEL II ENCUENTRO DE NOVELA ROMÁNTICA EN TARIFA 2013
El cuarto
naipe
20 de Julio de
1816, Kent, Inglaterra
Cuando el señor Frowen
murió, a la edad de cincuenta y dos años, de un malfuncionamiento del corazón,
a nadie le causó asombro. Sí dejó a todos con las bocas abiertas, por el
contrario, la presencia el señor Towers en Forest Park. Lo que hacía callar
hasta a los pájaros que cantaban sobre las ramas y aleros, ignorantes de las
tristezas de la muerte, no era la sombra interminable del hombre proyectada por
la luz del mediodía, sino sus palabras al presentarse como albacea del
testamento del difunto.
Anunció esto con un tono neutral, mientras
sostenía con su brazo extendido una carpeta rebosante papeles, y antes de que
la señora y el señor Frowen hijo se hubieran cambiado a sus trajes de luto.
Cuando la viuda bajó a
recibirlo, envuelta en sedas y crespones negros, fue incapaz de pronunciar
palabra. El hombre le dio su pésame y le preguntó si su hijo tardaría mucho
más, a lo que ella respondió que seguramente estaba por llegar.
Cuando Christian Frowen, el
hijo mayor del difunto y presunto heredero de la Forest Park, bajó los peldaños
de la blanca escalinata de mármol y llegó a la sala, la madre lo miró con los
ojos crispados, sin que él comprendiera por qué. Se miró el atuendo,
perfectamente negro a excepción del pantalón que a la altura de la rodilla se
abrazaba a las botas, y no encontró en sí mismo nada fuera de lugar. Recibió
entonces el pésame de Towers y lo agradeció con cortesía.
—Sé que es un momento
difícil para ustedes, y sepan que los acompaño en su dolor, pero necesito
cumplir con mi rol. ¿Podemos proceder con la lectura del testamento? —preguntó
el hombre, contrayendo las facciones de su rostro en un gesto de compunción.
—¿De qué testamento habla?
—respondió de modo espontáneo Christian, que no había sido advertido acerca de
la presentación del hombre.
La viuda, sentada en una chaise
en forrada en un tono amarillo, tomó la mano de Christian y lo miró con
preocupación, temiendo lo peor.
—Hijo, el señor Towers ha
sido nombrado por tu padre como el albacea de su testamento.
—¿Padre ha dejado un testamento? La mujer
llevó su pañuelito oscuro a sus pequeños ojos azules, que comenzaron a arrojar
lágrimas.
—Eso parece...
—Antes de comenzar la
lectura, quisiera aclarar, informalmente, que no hay nada de qué preocuparse
—aclaró el abogado.
La señora Frowen apartó el
pañuelo de la mano y lo miró fijamente, tragando saliva con dificultad.
El hombre había abierto la
carpeta y se había aclarado la garganta. Estaba listo para comenzar, cuando la
voz de un sirviente anunció a la señorita Caulfield en la salita.
Los inmensos ojos ámbar de
la recién llegada miraron la escena con extrañeza. Cuando se había retirado
para quitarse la indumentaria que tenía y colocarse en su lugar su antiguo
vestido gris, hacía solo media hora, no había allí nadie que no fuera un
Frowen. En cuanto al señor Towers, ya habían sido presentados con anterioridad.
Se saludaron velozmente y la viuda le indicó que se sentara en la chaise,
en el lado que quedaba libre. Ni bien la robusta joven se hubo acomodado, la
señora le tomó la mano con fiereza.
—Continúe, señor Towers,
por favor... —pidió la mujer.
El hombre leyó una corta
declaración escrita, compuesta por el tono y las palabras que solía utilizar el
difunto. Solo el acento de la lectura, demasiado parco y acorde al dueño de la
voz, parecía no coincidir con lo que había sido el vivaz señor Frowen.
Cuando el discurso
terminó, la viuda liberó un tanto la presión que realizaba sobre las manos de
los jóvenes y suspiró aliviada, relajando su posición en el asiento. Su hijo,
por el contrario, tenía el cuerpo congelado, a excepción de sus ojos de color
verde oscuro, que parecían haber crecido.
El joven se pasó la lengua
nerviosamente por los labios, sin mover más músculos.
El señor Towers lo miró
fijamente.
—¿Podríamos ahora proceder
a las firmas de la lectura, por favor? —preguntó el viejo amigo del difunto.
—Sí, claro —respondió la
señora Frowen, cuya voz sonaba entonces mucho más ligera de pesares.
Su hijo la miró con un
gesto de franca recriminación.
El abogado sacó de su
maletín un pequeño tintero y una pluma, que cedió a los Frowen para que
firmasen la declaración que había leído, con lo que aseguraban haber quedado
enterados.
Alexandra creía estar
viviendo una pesadilla. Solo en las pesadillas sucedían, normalmente, sucesos
indeseables seguidos de eventos bizarros.
“Declaro
a mi hijo mayor, Christian Frowen, único heredero de Forest Park y todas sus
posesiones bajo la única condición de que contraiga matrimonio en un plazo de
seis meses a partir de mi muerte. Este hecho, que en vida tanto he esperado y
no he podido lograr, conseguirá finalmente la apresurada madurez de la nueva
cabeza de la familia. En caso de no cumplir mi hijo con esta condición,
entréguese a mi único hermano vivo, Collin Frowen, todo lo que quedase de mis
posesiones, bajo condición de brindar alojamiento en la propiedad a mi viuda y
mis hijos menores”.
Cuando el señor Towers
consiguió las deseadas firmas, se marchó tan rápido como había llegado,
anunciando que regresaría en seis meses.
Christian se puso de pie y
comenzó a dar largos trancos a lo largo de la sala, como si quisiera medir las
distancias una y otra vez. La madre pareció ignorarlo, ya que, anudando su
brazo al de Alexandra, le dijo a esta:
—¡Oh, querida, pensé que
lo íbamos a perder todo!
El joven se paró de
repente y miró a su madre con una mirada de reptil. Los ojos verdes parecían
haberse oscurecido hasta tomar el mismo tono de su ondulado cabello azabache.
Alexandra, que había
crecido con Christian y era una vieja vecina y amiga de la familia, miró a
ambos deudos alternativamente.
—Señora Frowen, creo que
el señor Frowen jamás hubiera hecho algo así —le aseguró ella, en tono
reconfortante.
—Pues no deberías estar
tan segura, Alexandra. Ya escuchaste su testamento, digno de una persona con
poco juicio. ¿Cómo pudo hacernos algo así? —preguntó él, visiblemente
indignado, colocando un brazo sobre la cadera y señalando con el otro a una
gran imagen de su padre, envuelta en un marco dorado, que colgaba en la pared.
La madre lo miró como si
el hijo hubiera dicho una impertinencia.
—No estoy de acuerdo con
lo que tu padre hizo, mucho menos con que haya tenido yo que enterarme, siendo
su esposa, luego de su muerte, pero tiene razón con respecto a que ya es hora
de que te cases.
Christian miró a su madre
con la boca abierta durante unos instantes y luego neutralizó el gesto. A
continuación, se marchó rápidamente de la estancia, haciendo retumbar la puerta
al salir.
—No le hagas caso,
Alexandra. Está dolido por la muerte de su padre y confundido por sus
designios. Ya lo comprenderá —declaró la señora Frowen, dando varias palmaditas
sobre la mano de la joven.
Alexandra no quería ni
siquiera imaginar a su amigo en el altar junto a una novia de rostro
desconocido, porque de solo hacerlo sentía rabiosos deseos de sacudir la puerta
con estrépito, tal como él lo había hecho.
**
El difunto había sido
amortajado en un paño de lana y puesto sobre una mesa de tres metros de largo.
Allí pensaban velarlo durante al menos dos días que, según la viuda había
decidido, se extenderían a tres solo en caso de que al segundo no hubiera
podido arribar algún pariente cercano.
Los señores Caulfield
habían estado entre los primeros en presentarse a dar el pésame, y se
apersonaban allí durante algunos momentos todos los días, pero era su hija,
Alexandra, la que realizaba compañía fiel a los Frowen.
Llegada la segunda noche
de vela, y ya habiendo decidido que se le daría sepultura en la tumba familiar
al mediodía del día siguiente, la falta de un sueño reparador se atestiguaba en
las marcas de cansancio en la viuda, Christian y Alexandra. Eran ellos,
también, los que estaban sentados en la hilera de sillas más cercanas al
fallecido.
Christian estaba
seriamente preocupado por el mandato de su padre, que no sabía cómo podría
cumplir sin hacer a un lado su felicidad.
Miró a Alexandra y le
contempló el cabello rubio y pulcro, el rostro pálido, los ojos a medio
cerrarse por el cansancio, sin saber si era el cariño por él o por su madre lo
que la mantenía ahí, firme como un guardián de acero. A la luz de las velas que
inundaban de tonos anaranjados toda la sala, los ojos ámbar, que se habían
dirigido unas cuantas veces a él, parecían los de un animal, singular efecto
que los interiores iluminados causaban en la dama.
Tragó saliva.
—Ayer, un rato antes de
que me retirase a descansar unas horas, estuve revisando los libros de
contabilidad de mi padre...
Ella giró su rostro y lo
miró, sin poder disimular el sueño que sentía.
—¿Hay algún problema con
ellos?
—Unos cuantos... No son
insalvables, pero todos son mi responsabilidad.
—Eres un derrochador,
siempre te lo he dicho —comentó ella, sacudiendo un poco la cabeza por si el
cansancio pudiese quitarse como el polvo.
—Y yo jamás he tenido el
descaro de desmentirlo —contestó él—, pero no creía a mi padre cuando me decía
que mis gastos le causaban serios problemas con las finanzas. Siempre pensé que
era un método por el cual me amenazaba para que hiciera un uso más controlado
del dinero, pero no era así.
—¿Te sientes culpable por
eso? —preguntó ella, procurando descubrir la respuesta en sus ojos. Él se
mordió el labio inferior y asintió, mientras miraba al cadáver de su padre.
—¿Crees que yo me lo
merecía? —preguntó él, temeroso de escuchar la respuesta.
—¿A qué te refieres?
—Al testamento.
Ella lo miró y suspiró.
—No podría asegurar que
las condiciones fueran merecidas, pero sí te mereces algún tipo de tratamiento
para volverte un hombre responsable.
—Sabía que dirías eso
—respondió él, desanimado.
—¿Preferirías una mentira?
—No, claro que no.
Él no se atrevía a
confesarlo, pero lo que prefería era alguna sutileza, alguna oración o sola
palabra que cada tanto hablara de algo bueno y valioso en él, algo que no fuera
un reproche o un error, algo que le hiciera sentirse digno de admiración.
Deseaba eso especialmente de parte de Alexandra, pero comprendía que su deseo
rozaba lo irrealizable.
—¿Te sientes bien? ¿No
deseas ir a descansar? Yo puedo encargarme de todo —le dijo ella, en un tono de
susurro que le sonó casi dulce.
Él volvió a mirarla.
—Tienes unas enormes
ojeras... —continuó ella.
—Tú también —le respondió
él, sinceramente.
—Oh —exclamó la joven,
estirándose la piel de los párpados inferiores.
—Alexandra...
—Dime.
—¿Te convertirías en mi
esposa? —susurró Christian. Había otras personas en la sala, distantes de
ellos, que conversaban en un tono demasiado bajo. Ella lo miró intensamente,
achicando un tanto los ojos.
—¿Qué has dicho?
—Te pregunté si te
querrías casar conmigo —respondió él, con la misma neutralidad.
—¿Por qué querría casarme con alguien que
quiere usarme para obtener una propiedad a su nombre?
Él sostuvo su frente con
la mano derecha, la más cercana a ella. Se había imaginado una respuesta como
aquella, pero había decidido aventurarse a pesar del riesgo. Ahora se
arrepentía.
—Con un no hubiese sido
más que suficiente, y no es necesario que hables en ese tono de voz tan
elevado.
—Tú estás susurrando...
—Es un asunto personal...
y un tanto extraño.
—¡Ah! ¡Te has dado cuenta
de que es extraño! —exclamó ella, cruzándose de brazos—. Quizás en el mundo de
tu imaginación tan musical era normal proponer matrimonio en un velatorio.
Los demás presentes
comenzaban a mirarlos, y Christian se sentía más incómodo.
—Ya comprendí.
—¡Cuánto me alegro!
—Pero tú pareces no
comprender. No comprendes que yo debo casarme y que tú estás ya un poco entrada
en años. Con veinticinco primaveras ya cumplidas, no te va a ser fácil
conseguir marido.
La joven tardó unos
segundos en responder, lo que, tratándose de Alexandra, significaba que había
recibido un golpe bajo.
—Eso fue realmente vil —le
espetó ella, mirándolo con rencor.
—Desmiéntelo —lanzó él.
Ella se puso de pie como
si hubiera un resorte en la silla y se marchó de allí sin volver a gastar
palabras en Christian.
Él se sintió frustrado.
Tenía que convencerla o enamorarla, y eso tenía que ser cuanto antes, pero...
¿no podía haber encontrado un método menos ruin?
**
La joven continuó acompañando a la familia al
día siguiente, y se quedó con la viuda, que seguía llorando cada tanto en
ataques de desconsuelo, cuando se llevaron el cuerpo en procesión hasta el
camposanto. Actividades como un entierro estaban vedadas para las damas,
consideradas como mucho más sensibles que los caballeros, y en el caso
particular de la señora Frowen, cuyos nervios no habían hecho más que crisparse
con el paso de los días, la convención social no se equivocaba.
Cuando por fin regresó
Christian, con el que Alexandra se dirigía pocas palabras desde el más fatídico
pedido de matrimonio que había recibido jamás, se permitió marcharse a su casa
a descansar, contra todos los pedidos de la madre y del hijo, que le suplicaban
que descansara mejor antes de emprender viaje.
No supo nada de la familia
durante una semana y media, tiempo en el que se esperaba que un hombre guardara
luto con reclusión. Sabía que la señora Frowen probablemente valorara su
presencia, pero no estaba dispuesta a volver a compartir tantas horas con
Christian, quien la había herido profundamente.
Sí, ella deseaba ser su
esposa, llevaba años deseándolo, pero no bajo esas circunstancias, no porque
fuera la que se encontrara más cerca de él y pareciera ser una dama útil para
dejar de preocuparse por el extraño testamento de su padre. Aquello era
humillante.
Pero como las cosas no
suceden siempre como las esperamos, el señor Frowen fue prontamente anunciado
en su casa.
Mantuvo una corta
conversación con ella y su madre, haciéndoles conocer el estado emocional tan
delicado en que se hallaba su madre y lo bueno que sería tener a su lado a una
joven como Alexandra, tan entendida en la lectura, para que pudiera consolarla leyéndole,
como a veces había hecho su difunto padre.
El rostro de tinte
infantil de Christian se había repuesto, probablemente al recuperar el sueño, y
su comprensivo discurso convenció a la señora Caulfield, no así al señor, que
consideraba que su hija no tenía por qué ser dama de compañía de nadie. Pero la
señora intercedió y le hizo ver lo bien que se vería ante la sociedad que ambas
familias se prestaran ayuda mutuamente y, a regañadientes, logró que el señor
Caulfield accediera a que Alexandra se mudara unas semanas a Forest Park.
La joven nunca había sido
interrogada al respecto, por lo que comprendió que su opinión no importaba
demasiado. Se dijo que tampoco ella era capaz de decidir si deseaba o no
marcharse hacia aquel lugar.
Guardó en un baúl toda la
ropa en tonos oscuros y apagados que pudo encontrar y viajó con Christian
Frowen en el carruaje de la familia.
En cuanto los dos se
hallaron dentro del transporte, el ambiente comenzó a tensionarse. Ella miraba
por la ventanilla de modo obsesivo, como si no se conociera de memoria aquel
paisaje, y tamborileaba sobre el mullido y aterciopelado forro del asiento.
—Alexandra, debo pedirte disculpas —comenzó
él—. He sido un verdadero salvaje al hacerte una propuesta tan seria en un momento
tan triste y de un modo tan rudo. No quería decir que fueras indigna de recibir
propuestas matrimoniales de otros hombres, nada más lejos de eso, solo quería
decir que los hombres, extrañamente, suelen preferir mujeres muy jóvenes. Digo
extrañamente porque eso no suma a la sensatez en la administración de la casa
por parte de de la nueva señora —hizo una pausa breve—. Fui muy poco hábil al
comunicarme. Creo que lo hago mejor con el violín que con las palabras...
—De seguro —le dijo ella,
sin mirarlo, sabiendo que era realmente capaz con el violín.
—Mira, tengo objetivos
serios y nobles contigo.
Ella lo miró, con el
mentón demasiado alto, sin creerlo del todo. Pocas veces tenía la oportunidad
de ver sus ojos tan de cerca, tan amables, tan alegres y tan brillantes.
—¿Como cuáles?
—Me gustaría comprar, con
el tiempo, una propiedad como Forest Park, que fuera nuestra, donde pudieras
ser la señora de la casa. Soy un niño, ya lo sabes, y necesitaré alguien que
cumpla con el rol de madre. Me gustaría que pudieras ser como mi madre, la
señora Frowen.
Las palabras resonaron una
y otra vez en la mente de Alexandra como si fueran tañidos de campanas. “Me
gustaría que pudieras ser como mi madre”. Se imaginó vestida como ella,
desmayándose una vez por día, a todos corriendo a su alrededor para acercarle
sus sales, apurando al personal de servicio, menospreciando a su esposo como si
no fuera capaz de hacer nada bueno en la vida.... Sintió asco de sí misma y de
su imagen del futuro.
—¡Pues yo no quiero ser
como tu madre? —contestó sin pensarlo siquiera.
—¿Por qué? —respondió él,
como si le hirieran el apellido.
—Porque no quiero estar
desfalleciendo siempre que haya problemas ni requiriendo siempre la atención de
todo el mundo, como si nadie más en el mundo tuviera preocupaciones además de
mí. Yo no quiero ser así, y no me interesa ser tu madre. Ya tienes treinta y un
años —le dijo ella, sacudiendo los bucles que caían libres de su peinado
recogido mientras negaba con la cabeza.
—Pues no creo que seas tan
diferente —le dijo él, con un tono que rayaba el desprecio.
Ella estaba segura de
haber dicho la verdad y no se arrepentía de haberlo hecho. El motivo por el que
Christian nunca se había casado era claro. No era solo porque fuese un
irresponsable derrochador que no tenía medios para mantenerse ni a sí mismo
antes de que su padre muriera, también se trataba del peor conquistador que
había sobre la faz de la tierra. Sus habilidades para el cortejo eran similares
a las de las bestias.
**
Para Christian fue casi doloroso
encontrarse a Alexandra fervientemente enojada con él en cada ocasión que
compartían juntos. Su madre no percibía la tensión, dado que era poco proclive
a fijarse en los demás o preocuparse por ellos, y la flamante viuda estaba muy
feliz de contar con una compañía femenina de su misma clase en casa, tanto así
que parecía que no estaba dispuesta a dejarla ir jamás. Christian admiraba la
entereza con la que Alexandra la soportaba.
El tiempo seguía pasando,
y cada vez que escuchaba un desplazamiento de la aguja del reloj recordaba que
el tiempo se marchaba al galope.
Su madre ya había tenido
ocasión de decirle, al menos una vez por día, que debía conseguir esposa antes
de los tres meses, que no podían estar especulando hasta un último momento, por
si hubiera un atraso en la ceremonia por cualquier cuestión que pudiera
aparecer. Él sabía que tenía un deber con su familia, pero también que tenía
uno con su corazón, y no se sentía capaz de traicionar a ninguno de los dos por
el otro. La única manera de poder cumplir con ambos era lograr que Alexandra,
la perfecta y rabiosa Alexandra, se fijase en él como un marido digno y no como
el hermano o amigo que siempre había parecido ser.
La noche anterior, luego
de la cena, ella había tocado el pianoforte con una comprensión musical tan
exquisita y tan conocida por él que se le había hecho imposible contener la
tentación de ir en busca de su violín y acompañarla. La música había sido tan
perfecta, la unión tan ideal, que estando a la mitad de la canción cerró los ojos
y se imaginó que se estaba entregando a él, con cada nota y cada silencio, que
eran como secuencias de caricias y quejidos en que se entregaban amor. Solo una
mujer con un espíritu refinado y sensible como el de Alexandra podía entender
así a su violín. Lamentaba todas las noches, durante largas jornadas de
pensamientos de pesadilla antes de dormirse, que no comprendiese al violinista
como comprendía al instrumento.
A la semana recibieron una
visita de parte de la señora Caulfield, que expresó su deseo y el de su marido
de que los deudos estuvieran superando su pérdida lo mejor que el ánimo humano
pudiera hacerlo.
La viuda invitó a la madre
de Alexandra a un té con unos bizcochos, a lo que la invitada aceptó encantada.
Como Christian no estaba
totalmente seguro sobre los sentimientos reales de Alexandra hacia él, que
nunca habían sido confesados, y necesitaba ardientemente y con urgencia
saberlos, ya que la ansiedad, no sabía si de enamorado o de responsable de
familia, lo consumía, se decidió a jugar su tercer naipe.
Cuando todos habían
terminado de beber el té, aprovechó un silencio para iniciar una conversación:
—Madre, sobre el tema que
venimos hablando este último tiempo, creo que ya sé dónde debo buscar esposa.
Ambas señoras lo miraron,
asombradas, mientras Alexandra agujeraba con la mirada la tacita de té.
—¿Dónde has pensado que
puedes encontrarla, Christian?
—¡En Londres! Puedo
alquilar un departamento y dedicarme a asistir a cuanto baile allí se celebre.
Hay demasiadas damas y algo tendré que conseguir.
—¿Damas londinenses? —le
preguntó su madre.
—Damas de donde sean,
mientras sean damas —respondió él, sacudiendo la mano como si aquello no
tuviera importancia, y mirando a Alexandra.
Al instante se dio cuenta
de que su gesto había sido evidente, porque la señora Caulfield lo observó y
luego clavó la vista en su hija.
—También hay damas en la
campiña —comentó Alexandra, a la que parecía que los ojos iban a rompérsele de
tanto tensionarlos.
—Claro que sí, pero hay
muchas menos por metro cuadrado —le respondió él, divertido por su reacción,
interpretando que aquello era un síntoma de que estaba enamorada de él.
—¿Desea una esposa o
simplemente alguien que diga “sí, acepto”?
—¿No es lo mismo?
—respondió él, mostrándose histriónicamente confundido.
—No lo creo —concluyó
ella.
Él no lo supo, pero la
señora Caulfield tomó la mano de su hija por debajo de la pequeña mesa
hexagonal de té.
A los minutos, después de
que la conversación diera un vuelco y mientras se hablaba sobre las diferentes
maneras de teñir de negro la seda, ella pidió permiso para retirarse a tomar
aire en los jardines, aduciendo que no se sentía bien.
**
El cielo estaba compuesto por saludables nubes
rosadas. El aire del jardín olía limpio, a diferencia de todo lo que había en
el interior de la propiedad de Forest Park, que parecía viciado. La señora
Frowen, por algún temor a las ventiscas que no había en verano y sin ningún
consejo médico, aseguraba que no se debían abrir las ventanas demasiado a
menudo.
Siguió la línea de los
ligustros, recortados de modo perfecto para tomar forma de simpáticos
montículos, hasta llegar al inicio del bosque.
Miró hacia atrás. Alguien
la miraba desde la sala del té. Probablemente se tratara de Christian, ya que
podía distinguir una figura masculina totalmente vestida de negro. Para ser
invisible para él, caminó sin ingresar en el bosque durante varios minutos y
luego se internó, mucho más allá de lo que le era conocido.
Allí, entre una mata de
hierba silvestre, se sentó con las piernas constreñidas contra el pecho,
abrazando sus rodillas. Inclinó levemente la cabeza y se permitió llorar. Bañó
las setas pequeñas que por allí creían con tanta humedad que los hongos
debieron de sentirse felices de poder beber de su amargura.
Al volver a elevar el
rostro, no sabía cuánto tiempo había pasado en ese lugar descargando su pesar,
pero podía estimarlo en media hora.
Comenzó a escuchar, como
si fuera el silbido del viento o un rumor de sauces, a su madre profiriendo
algunas palabras para que regresara.
Cerró los ojos. Le ardían
mucho. Seguramente tendría el rostro, ya de por sí dotado de una redondez
innegable, hinchado como una rana. No regresaría en esas condiciones.
Se internó todavía más en
el bosque, desesperada por no ser encontrada, en feroz defensa de su orgullo.
Cuando dejó de escuchar la voz de su madre, se sentó sobre un tronco de árbol
derrumbado en el piso y se permitió respirar con más calma. No sabía inventar
excusas o mentir. Aquello escapaba a sus habilidades sociales. No se le ocurría
un buen modo de explicar lo que le sucedía sin confesar que llevaba muchos años
amando a Christian, preocupada por su inmadurez y su vida licenciosa, llena de
derroches e inconsciencia.
Pero el cielo rosado del
atardecer duró poco, y rápidamente dio paso a la noche. Cuando las sombras
comenzaron a crecer y solo quedaba el perfume del sol para alumbrarla, se
decidió a volver. Fue y vino en varias direcciones y sentidos, logrando
regresar al mismo tronco que le había servido de asiento, pero no emerger del
bosque.
Se había perdido.
**
Desde que Alexandra se
había levantado de la mesa, visiblemente ofuscada, la tensión en él no había
hecho más que crecer, desdibujando la deliciosa sensación de sentirse
correspondido en su afecto.
Para cuando llegó la
noche, la preocupación ya se lo había tragado. Imaginaba que la joven se había
perdido al internarse en un bosque que no conocía.
Ordenó a los sirvientes
que hicieran una antorcha que durara un buen rato y rebuscó entre esos objetos
que casi nunca usaba hasta encontrar la brújula que le había regalado su padre
cuando él aún era un niño. Observó también un plano de la propiedad, para
asegurarse de la dirección que debía tomar a la hora de regresar.
Se fue entonces en su
caballo favorito, con la antorcha en una mano y muchas ganas de estrujarse el
cuello con la otra.
Las sombras eran espesas y
cualquier ruido en aquel lugar causaba temor.
Se detuvo y consultó su
reloj. Llevaba casi cuarenta minutos en su caballo, gritando el nombre de
Alexandra. Oró a Dios, aunque no era demasiado devoto, que le permitiera
encontrarla sana, que la ausencia de su respuesta se debiera a la lejanía y no
a un desmayo o algún motivo peor.
El bosque que lindaba con
Forest Park era demasiado inestable, barroso, lleno de matas de diferentes
árboles, y huecos y profundidades aquí y allá. Por su parte, la luna creciente
que el azar había colgado del cielo esa noche poco ayudaba en la tarea de
búsqueda.
Siguió gritando el nombre
de ella con la voz ya un poco ronca, mientras avanzaba por el lugar.
En un momento creyó escuchar
una respuesta. Algo así como la palabra “aquí”. No estaba seguro de si podía
ser un búho o algún otro tipo de ruido propio del lugar, pero entonces volvió a
resonar en su oído, esta vez más claro.
—¡Aquí!
Era la voz de Alexandra.
Christian sonrió como llevaba tiempo sin sonreír.
—Sigue gritando. Seguiré
tu voz —le pidió él.
Luego de varios minutos de
concentración en el único sentido del oído, para lo cual resultó útil su
sensibilidad acústica de músico, y tras unos cuantos cambios en la ruta, la
encontró.
Un lobo, con la boca
abierta y visiblemente emocionado ante su fresa, la tenía atrapada contra un
árbol.
Christian ordenó a su
caballo que avanzase con la intención de interponerse entre los dos, pero el
animal se negó. Se bajó sin más dilación y comenzó a mover la antorcha, que aún
llameaba, balanceándola con violencia de un lado a otro delante del rostro del
animal, que comenzaba a cederle espacio y se notaba nervioso. El olor a pelo
quemado les indicó prontamente que la bestia había sido herida. Después de ello
y sabiéndose en desventaja, el canino huyó.
Ella se abalanzó sobre él
y comenzó a sollozar sobre su pecho. Christian la arrulló, la abrazó y la
consoló.
Alexandra temblaba.
—¿Tienes frío? —le
preguntó él.
Ella hizo un movimiento de
asentimiento.
—Toma —le dijo,
ofreciéndole su chaqueta negra.
Ella se envolvió en la
prenda y disfrutó del aroma a él que emergía de la prenda.
—Gracias por venir a
buscarme.
Él suspiró.
—Fue mi culpa que te
perdieras. Supongo que te incordié demasiado. Te pido humildemente disculpas,
aunque tal vez no las merezca.
Ella lo miró. Sus ojos
estaban húmedos de una humedad que la antorcha no podía secar.
—Mi padre tenía razón, siempre
la tuvo.
—¿Sobre qué?
—Sobre que si no contraigo
matrimonio seguiré siendo un inútil, derrochador, estúpido y sin norte, como lo
he sido siempre. También sabía que tú podías salvarme y que yo no elegiría a
otra dama por esposa. Mi padre siempre fue un gran estratega, por eso le fue
tan bien en la armada. Él sonrió con tristeza, apretando los labios.
—Volvamos. Debes estar
cansada y hambrienta —le ofreció Christian, mientras frotaba sus manos para
generarle calor.
—Espera... —le pidió ella,
tomándole el brazo con firmeza.
Él la miró a los ojos como
si ya no quedara nada por confesar.
—¿Es verdad lo que dices
acerca de que no elegirías a otra esposa?
—Por supuesto. Lo que dije
durante la reunión del té fue solo para hacerte rabiar, procurando producirte
celos y acertarte a mí, porque no tengo idea de cómo se debe conquistar a una
dama... Ya ves que todo me ha ido de mal a peor —dijo él, restregando una bota
contra el suelo barroso y formando un hueco profundo con ella.
—¿Y por qué dices que no
podrías pedírselo a otra dama?
—Porque mi imbecilidad
tiene un límite. No debería casarme con una mujer cuando llevo siete años
enamorado de otra.
Ella se apoyó dulcemente
sobre su pecho y volvió a los sollozos.
—Pero no llores, por
favor. Lo que te dije el día en que velábamos a mi padre fue otro desacierto
mío. Buscaba convencerte de que me dijeras que sí. Llegará el caballero que te
valore y se case contigo, al que puedas corresponder... Con seguridad que
llegará...
—Es que no quiero eso...
—No te cases entonces.
Eres rica. ¿Para qué querrías complicarte con un marido? No debes escuchar
mucho a las matronas, eso no te ayudará.
—Sí deseo casarme, pero
contigo.
Él le tomó el mentón en
una mano y se lo elevó. Luego le hizo a un lado los mechones de cabello que
habían escapado de su peinado y le cubrían la cara. La miró con desconfianza.
—Si esto es una venganza
por mi maltrato, debe saber que es muy cruel. ¿Te burlas de mí?
Ella negó lentamente con
la cabeza, mientras lo miraba como si estuviera bajo el efecto de una hipnosis.
Él se acercó a sus labios
con lentitud, como un modo de pedir permiso para tomarlos, y ella no se alejó
ni un centímetro de él; por el contrario, cerró los ojos en espera del
contacto.
Los labios la acariciaron
con firmeza y dulzura, abriendo su boca al paso. En poco tiempo se encontraron
compartiendo los sabores y los alientos.
Él la aferró con más
fuerza con la mano que tenía libre. El beso duró varios minutos, pero ninguno
de los dos estaba dispuesto a separarse. Finalmente, ella se alejó y le sonrió.
—No puedo recordar una
noche más feliz ni más rosada que esta —le dijo él.
—¿Rosada?
Él le señaló hacia el
cielo oscuro, adornado con una mancha de luz con forma de uña poco crecida y
cientos de distantes luciérnagas.
—¿No la ves tú rosada? —le
preguntó Christian.
Ella suspiró mirando al
cielo.
—Oh, sí, sí que es rosada
—le contestó ella.
Le dejó un beso en la
frente y luego la tomó de la mano y la llevó hasta el caballo. Colocó las manos
juntas, formando un escalón para que pudiera subirse a la silla de montar de
lado, y ella así lo hizo. Luego se subió él al animal, ubicándose luego sobre
su propia montura, delante de ella.
La condujo hacia fuera del
bosque, guiado de a ratos por su brújula, pero no tan rápidamente como hubiera
podido. Deseaba seguir sintiendo la mano de la joven asiendo el costado de su
cintura y su cabeza apoyada en la espalda, y disfrutar de la libertad de
detenerse unos minutos durante la marcha para mirarla y besarla nuevamente. Ese
día conoció de Alexandra sus orejas, su cuello y su escote a profundidad, como
ellos y las hayas bien lo recordaron durante muchos años.
Cuando regresaron a la
vivienda, encontraron que las señoras los aguardaban alteradas y dispuestas a
seguir absorbiendo el olor de sus botellas con vinagreta, en un intento
gallardo de no desmayarse. Ellos, por el contrario, lucían radiantes y parecían
venir del paraíso.
Al día siguiente, cuando
los ánimos con respecto al hecho de la desaparición de Alexandra se habían
calmado, anunciaron su casamiento.
FIN
María
Luz
martes, 7 de mayo de 2013
sábado, 27 de abril de 2013
Mi mundo de sueños: Ya tenemos portada de "Sempre libela" lo nuevo de...
Mi mundo de sueños: Ya tenemos portada de "Sempre libela" lo nuevo de...: Hola guapos míos!!! En otra entrada ya os hablé de la nueva novela de Lucinda Gray "Sempre libela" (Siempre libre) pero aún no ...
viernes, 26 de abril de 2013
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